El 28 de septiembre de 1975, el Papa San Pablo VI canonizó a fray Juan Macías, humilde dominico que en el siglo XVII iluminó la vida de Lima con una fe sencilla, su amor al Rosario y una entrega incansable a los más pobres. Medio siglo después, la Iglesia en el Perú recuerda con gratitud a este santo, cuyo testimonio permanece vivo y necesario ante los desafíos de nuestro tiempo.
En el marco del Jubileo por los 50 años de su canonización, la orden de los dominicos en Lima viene desarrollando un programa especial de celebraciones que incluye procesiones, campañas de salud y el estreno de una producción audiovisual destinada a difundir el legado de caridad y esperanza de San Juan Macías a toda la comunidad.

Infancia y vocación
Juan Macías nació en Ribera del Fresno, Badajoz, en 1585. Huérfano desde los cuatro años, creció en la pobreza y trabajó como pastor de ovejas. Su familia le transmitió una profunda devoción a la Virgen María, en especial mediante el rezo del Rosario, que lo acompañó siempre. Pasaba largas horas en silencio contemplativo, mientras cuidaba el rebaño, meditando con frecuencia en las palabras del Apocalipsis: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva». Para él, esa tierra prometida se identificaba con las Américas recién descubiertas.
Siendo joven emprendió el viaje hacia el Nuevo Mundo en una nave mercante. Llegó primero a Cartagena de Indias y luego a Lima, donde pidió ser admitido como hermano cooperador en la Orden de Predicadores. En 1622, a los treinta y siete años, recibió el hábito dominico en el convento de Santa María Magdalena.
Devoto del Rosario
La vida de fray Juan Macías estuvo marcada por la oración constante. Conservaba como un tesoro el rosario heredado de su madre y lo rezaba incesantemente, ofreciendo sus oraciones por la conversión de los pecadores y el alivio de las almas del purgatorio. La tradición cuenta que al final de su vida confesó al prior: «Por la misericordia de Dios, con el rezo del santo Rosario, he sacado del purgatorio un millón cuatrocientas mil almas». Por ello, la iconografía lo representa sosteniendo un rosario mientras libera a las almas, y sus biógrafos lo llamaron con justicia “el ladrón del purgatorio”.
Cuando oraba en la iglesia, solía escuchar voces suplicantes que le pedían ayuda: «Fray Juan, ¿hasta cuándo estaremos privadas de ver a Dios?». A lo que él respondía con súplica y perseverancia, convencido de que la oración podía abrir las puertas del cielo.


Caridad dominica
Además de la oración, fray Juan se entregó con generosidad a las obras de caridad. Preocupado por los hombres que, en su afán de riqueza, se alejaban de Dios, rezaba por ellos, les hablaba y los animaba a la conversión. Para él, no había diferencia entre orar y servir: dar pan al hambriento, consolar al triste o acoger al necesitado era también una forma de glorificar a Dios.
La Recoleta, convento donde ejerció como portero, era un espacio de oración y contemplación, y allí fray Juan vivió intensamente las palabras de San Pablo: «Sea que comas, que bebas o que hagas cualquier cosa, hazlo todo para la gloria de Dios».
Amistad y servicio
Su vida se unió a la de otros santos dominicos limeños, como San Martín de Porres y fray Pablo de la Caridad. Juntos, y con la sencillez de quienes no tenían estudios, levantaron verdaderos espacios de ayuda para los pobres. Allí encontraron acogida huérfanos, esclavos enfermos, indígenas, jóvenes abandonadas e incluso sacerdotes sin recursos. En todos ellos, fray Juan reconocía el rostro sufriente de Cristo, recordando las palabras del Evangelio: «Cuanto hagan al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacen» (Mt 25, 40).

Actualidad de su mensaje
San Juan Macías murió en Lima el 15 de septiembre de 1645. Sus restos reposan en la Basílica del Rosario. Fue beatificado por el Papa Gregorio XVI en 1813 y canonizado por San Pablo VI en 1975. Hoy, al cumplirse cincuenta años de su canonización, su vida nos interpela: en un mundo marcado por la indiferencia y el individualismo, su ejemplo de oración perseverante, amor a María y entrega a los pobres nos recuerda que la santidad se vive en lo cotidiano.